Estrenar una obra de teatro es como atravesar un campo de minas con los ojos cerrados. Sabes el lugar en el que se encuentran las tan temidas bombas, has estudiado su posición cientos de veces, y cientos de veces has probado fórmulas para desactivarlas o evitarlas hasta dar con la que, sin duda, te llevará sano y salvo hasta el otro lado sin que ninguna de ellas te explote en la cara. En esos ensayos del recorrido has llegado a sentirte seguro y feliz, saltando, cantando, bailando entre las mortales espoletas como si se tratara de un hermoso campo de margaritas silvestres. Llega entonces el día D: el estreno. En ese día, todo lo que hasta entonces fue ya seguridad y alegría se convierte sin embargo en miedo e incertidumbre. ¿Cómo saber si estas piernas, ahora de trapo, depositarán sus pies fuera de las minas? ¿Y si no puedo, en este día, esquivar los peligros que a lo largo de tantos ensayos he sido capaz de afrontar y superar? Porque las minas siguen ahí, qué duda cabe...
La responsabilidad es enorme. El trabajo de un buen puñado de personas queda sólo sobre tus hombros; lloras –mira tú qué cosa tan extraña- antes de comenzar la comedia; tiemblas de frío –qué cosa tan curiosa- bajo el calor abrasador de los focos; te miras al espejo del camerino con una seriedad trágica, profunda y absoluta –que contradicción tan enorme- invocando al jaranero Dionisios para que propicie las risas del público.
Antes de comenzar la comedia estás viviendo tu drama personal, en el que no sabes si serás capaz de seguir adelante. Pero una vez llega la señal de comenzar el espectáculo, y si tu pobre pecho es capaz de resistir los gritos de angustia de un enloquecido corazón, todo va quedando, poco a poco, en orden.
Un primer paso y la mina no explota, un segundo, un tercero, y el camino se abre ante ti, ante tus ojos que unos minutos antes aparecían cerrados. Ahora, abiertos sin embargo de par en par, muestran a tu mente y a tu cuerpo el camino ideal que encontraste en tantos y tantos ensayos. Y el público, que nota estas cosas, jalea tu caminar, lo aplaude, se regocija contigo, camina a tu lado confiadamente dejándose guiar a través de esta comedia repleta de peligros en la que tú te has erigido como guía de escenario.
La angustia queda atrás aunque no del todo, nunca del todo hasta el oscuro final de la comedia, pero sí se va haciendo más pequeñita a cada paso. Eres capaz de guardarla y de hacerla tuya, de aprovechar su traicionero carácter a tu favor. Entonces el público ya forma parte del espectáculo. Está contigo, dentro y fuera; la cuarta pared ha explotado por los aires: las minas, finalmente, han estallado dónde y cuándo tenían que hacerlo, en el momento preciso que se calculó durante tanto tiempo. Han explotado en mitad del corazón, del mágico órgano interno que se comparte entre comediantes y espectadores. Y ese estallido, que sólo se da en el teatro, se transforma en fuegos artificiales, en energía vital, en generosa sabiduría, en humilde y gigantesco amor trabajado. En amor por una profesión que necesariamente has de sufrir para llegar a gozar de ella. Y ese goce, una vez alcanzado el otro lado más allá del campo de minas, no se puede comparar a ninguna otra cosa en el mundo. Del llanto a la risa, del frío al calor, de la agonía a la carcajada.
Este es el oficio de las cuatro maravillosas actrices con las que estrené el pasado día 20 de octubre el montaje NO HAY PERDIZ EN EL MENÚ. Quiero, necesito rendirles un homenaje desde este blog. Y darles por enésima vez las gracias por confiar en mi como autora y directora de la obra, por sufrir y gozar inmensamente juntas, hombro con hombro, de este oficio desesperadamente bello que hemos elegido.
Nunca estamos solos los que caminamos sobre el alambre. Jamás. Es imposible estarlo, porque dependemos los unos de los otros para no caer en el vacío. Analía, Elisa, Isa y Mamen, gracias por no soltarme la mano. Gracias por no dejarme caer.
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